Durante décadas pasé a su lado. La casa gris de cuatro pisos. Imponente, señorial, con esa dignidad de casa Porfiriana perdida en una ciudad moderna. A su lado surgieron todo tipo de negocios, mientras generaciones de adolescentes desfilaban en el colegio de enfrente y consumían los productos de las tiendas que florecían y se marchitaban, en lenta sucesión, a su sombra.
La casona gris de tejados inclinados, tan ajena a la arquitectura de esta ciudad, con una chimenea sobresaliendo de su habitación más elevada. Luciendo sus viejas tejas de barro, de esas que se hacían sobre el reumático muslo del alfarero anónimo. Sus viejos ventanales de formas abovedadas, con algún cristal emplomado aún aferrado a los marcos de metal medio herrumbrado. Las piedras grabadas adornando los alféizares.
Casas y edificios se sucedieron a su alrededor, cambiando como las estaciones del año. Cambiante todo, menos la vieja casona. Hasta la semana pasada, que fue sitiada sin miramientos. Rodeada por una hueste desalmada que montó ante su fachada una valla metálica de anuncios para cubrir su agonía. Atacada por un ejército de obreros armados de picos y mazos se ha ido derrumbando poco a poco. Desde lo más oculto de su inmenso patio ha sido atacada y derruida, sin miramientos. Ahora sólo se ve el cascarón de la fachada, imponente pese a las inmensas heridas de mazo que muestran sus viejos tabiques rojos aferrándose aún a la estructura. Unos pocos centímetros de profundidad para espiar cómo era el interior de sus habitaciones, mientras camina uno por la avenida transversal y dobla la cabeza en ángulos imposibles.
Adiós, casa gris, escenario de historias nunca soñadas, de vidas que jamás conocimos, de secretos nunca imaginados. Adiós, agónica víctima del progreso; seguirás viviendo en el recuerdo de un estilo de vida que ya se fue.