viernes, agosto 26, 2005

Perdidos en el volcán.

Muchas años han pasado desde aquél viaje de Semana Santa a la Ciudad de Uruapan, Michoacán, y nuestra aventura en el Paricutín en un Viernes Santo que pareció de total penitencia. Viendo hacia atrás, no puedo dejar de recordarlo con una dulce nostalgia, esa que hace apreciar las cosas pasadas con otro matiz.

Ese viernes desayunamos un poco tarde, y salimos de Uruapan poco antes del mediodía, para ir a visitar las faldas del volcán, que surgió de un día para otro en el medio de un sembradío y cubrió con su lava el pueblo entero, dejando tan sólo visible el campanario en el medio del mar de piedra volcánica.

En algún punto del camino perdimos norte, por lo que acabamos atravezando un pueblo Purépecha y quedando detenidos justo delante de una procesión indígena. Ver las pieles morenas cubiertas de sudor y sangre, mientras los penitentes se azotaban con cactos y cuerdas de henequén, seguidos de jóvenes con camisetas negras impresas con leyendas de grupos de rock resultaba una combinación chocante, un sincretismo extraño que dejaba un mal sabor de boca.

Cuando por fín termino de pasar la procesión y logramos llegar a nuestro destino, habían pasado algunas horas, por lo que nuestro guía decidió que en vez de ir directamente al campanario en el medio de la lava emprendiésemos la caminata a la base del volcán. Cabe decir que tan sólo él iba preparado, pues salvo su novia y él, nadie más había ido jamás al volcán, así que emprendimos alegremente la excursión en ropa deportiva y calzado cómodo, pero sin llevar agua o alimentos, ni el más mínimo equipo de supervivencia, que nada mal nos habría sentado vistos los acontecimientos posteriores.

La marcha empezó alegremente, por el medio de caminos rurales y senderos entre plantíos y huertas, por lo que el calor no se nos hacía agobiante. Pasado algún tiempo, el camino se volvió dificil pues, al entrar dentro del terreno propio del volcán, todo estaba cubierto de ceniza, que hacía arduo el avance, hasta llegar a puntos donde se daban 2 pasos y se descendía uno. Varias veces estuvimos a punto de abandonar ante lo duro del trayecto, pero nuestro guía siempre animoso nos hacía continuar. En el medio de la nada que era el terreno del volcán pasamos al lado de un cadaver de vaca, ya tan sólo piel tirante sobre los huesos pelados en un terreno calcinado por el sol y donde escasamente crecían algunos hierbajos. Serían las 3 o 4 de la tarde, y los turistas que hallábamos aún, iban ya de regreso.

Por fín, a eso de las 5:30 de la tarde, llegamos a la base del volcán, y encontramos a una pareja a caballo junto con el guía que les rentaba las monturas, abandonando la zona. Fueron las últimas personas que encontramos. Yo abandoné todo intento de subir al crater, quedando dormida a los pies del Paricutin, mientras los demás ascendieron espoliados por el hambre y la promesa de hallar en la cima a una señora vendedora de fritangas. A eso de las 7, el frío me despertó; mientras veía a mis amigos descender por la cuesta me percaté de la soledad del páramo donde nos hallábamos.

Los últimos rayos del sol se desvanecían mientras emprendíamos el trayecto de regreso, sin linternas ni cerillas para iluminar nuestro camino. Todos estábamos cansados y hambrientos, pues la cumbre del volcán estaba absolutamente desierta cuando mis amigos llegaron a ella. El líquido que nuestro guía había llevado hacía horas que se había terminado, y una urgencia apremiante por hallarnos en la comodidad de nuestras camas o en la seguridad de un albergue se iba apoderando de todos...
(continuará)

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