Hace un calor sofocante, de tan espeso que está ni el aire quiere moverse. Hoy es una mala noche, lo se, lo sabemos. Todos hemos visto esos nubarrones que cubrían el cielo abrir repentinamente paso, despavoridos ellos ante la intrusión de la luna. Esa luna mestruante que amenaza a todo ser vivo desde el firmamento, orunda, agresiva, aplastante; todo se ve pequeño a su lado, y las cosas tiene un extraño brillo anaranjado, cuando no directamente sangriento.
Hoy es una noche de sangre, así ha sido desde tiempos inmemoriales en noches como estas. La sangre hierve, el calor nos enloquece. Hay un zumbido molesto que amortigua cualquier otro sonido. La tensa calma que precede a la locura. Todos tenemos las armas en la mano, y la mano oculta de la vista de los demás. No quiero mirar a nadie, no quiero que me miren. Esta noche somos monstruos que derraman sangre, somos bestias incontrolables, espectantes a la espera del primer movimiento brusco, la primer mirada directa, el primer grito, la primera exclamación entrecortada y gutural, el primer hilo rojo resbalando sobre la piel sudorosa.
Preparo mi daga, mientras mido la distancia que me separa de mi compañero, quien cada vez respira con más rapidez. Veo su cuello palpitante; el casi imperceptible temblor de su brazo que me indica que está a su vez a punto de atacarme. De repente, una nube traicionera cubre la faz anaranjada y un grito colectivo marca el inicio de la matanza.
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